Quien experimenta que ama a Dios con todo su ser y es consciente de ser amado por Él, es capaz de amarse a sí mismo.

Quien experimenta que ama a Dios con todo su ser y es consciente de ser amado por Él, es capaz de amarse a sí mismo.

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 En la Eucaristía celebrada hoy viernes 21 de agosto, en la capilla del Seminario Mayor San José, el Arzobispo explicó que “es como si Dios expusiera la situación más irreversible que uno pudiera imaginarse, ante la cual cualquier solución es imposible, para poder mostrar su poder y despertar de ese modo la fe en él, la esperanza en el futuro que él si puede ofrecer”.

También nos recordó Monseñor Ulloa que este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas… Este no es tiempo de la división, ni del olvido. Que esta crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia, que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas.

¡Creamos! … sin perder la fe, que este anuncio gozoso de la pascua sea el cumplimiento de la profecía que hemos escuchado. “Dios mismo, por boca del profeta, nos alienta y nos devuelve la esperanza”, expresó el Arzobispo de Panamá.

Refiriéndose Monseñor, al apóstol San Juan, nos dice en su primera carta: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte”, (1 Jn 3, 14). Luego el amor es la causa – origen y el fruto – meta de esta transformación. El amor nos hace pasar de la muerte a la vida. He aquí la centralidad del amor como expresión de lo que Dios mismo es y de la vocación del hombre: creado por amor y para amar.

Con palabras llenas de una gran enseñanza, Monseñor, durante la homilía, reflexionó expresando que “Aquel que experimenta que ama a Dios con todo su ser y es consciente de ser amado por Él, es capaz de amarse a sí mismo y a los demás, comenzando por los que tiene que más cerca. Aquí está la síntesis de la Ley y los profetas, el mensaje fundamental de la revelación, la voluntad de Dios para todos sus hijos e hijas”.

Además, nos recordó que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia, que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas. Que las palabras que queremos escuchar no sean indiferencia, egoísmo, división y olvido, debemos suprimirlas para siempre.

Permitamos al Señor Jesús que sea quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida. ¡Ánimo!

A continuación, el texto completo de la Homilía de Monseñor Ulloa desde la Capilla del Seminario Mayor San José.

Homilía viernes 21 de agosto

Semana XX

 Un valle de huesos secos es una imagen tremenda. Es la imagen de una humanidad no solo muerta sino peor aún, sin esperanza alguna. Un paisaje desolador que nos transporta a cualquiera de esas películas de ciencia ficción donde se proyecta un futuro en el que el hombre se ha destruido a sí mismo, ha acabado con su propia civilización. ¡Para que luego digan que la Biblia no es actual! La mayor parte de las imágenes que son patrimonio común de los hombres, de cualquier época, tienen su reflejo en la sagrada escritura.

Dios le hace una pregunta al vidente – profeta: “¿podrán revivir estos huesos?”. A lo que él responde: “Señor, tú lo sabes”. 

Es como si Dios expusiera la situación más irreversible que uno pudiera imaginarse, ante la cual cualquier solución es imposible, para a continuación poder mostrar su poder y despertar de ese modo la fe en él, la esperanza en el futuro que él si puede ofrecer.

Puede que esta imagen nos resulte muy elocuente hoy a nosotros que estamos viviendo esta crisis global en el mundo entero. 

No faltan los profetas de calamidades que no pierden la oportunidad, para ver en esta desgracia el signo de un final inminente. 

En cualquier caso, desde luego sí es la consecuencia de un modo de vida en el que el hombre se ha convertido en su peor enemigo. El Papa Francisco en su mensaje “urbi et orbi” del domingo de Pascua decía: “Este no es el tiempo de la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia. 

Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las periferias, a los prófugos y a los que no tienen un hogar.

Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas… Este no es tiempo de la división. 

Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo.

Este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia, que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas”. 

Y recapitulaba finalmente estas mismas ideas: “Las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre! 

Esas palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida. 

Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre humanidad y nos introduzca en su día glorioso que no conoce ocaso”

Este anuncio gozoso de la pascua es el cumplimiento de la profecía que hemos escuchado. Dios mismo, por boca del profeta, nos alienta y nos devuelve la esperanza. ¡Creamos! 

La clave no es que todo se vaya a resolver “en un soplo”, la clave es que el soplo del Espíritu, procedente de los cuatro vientos, nos hace volvernos al Señor y escuchar su palabra: “Esto dice el Señor: Yo abriré vuestras tumbas, os sacaré de ellas, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestras tumbas y os saque de ellas, sabréis que yo soy el Señor. Infundiré en vosotros mi espíritu, y viviréis; os estableceré en vuestra tierra, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago. Oráculo del Señor”.

Es el Espíritu del Resucitado, el que quiere derramar sobre la faz de la tierra para renovarla. Es el Señor el que se acerca a nosotros y nos devuelve la vida sacándonos de nuestros sepulcros, invitándonos a recuperar lo esencial: a abrir el corazón y no tener miedo al amor, crear la fraternidad de los hijos de Dios, vivir justamente  compartiendo los bienes espirituales y materiales, disfrutar de lo pequeño y poner nuestra esperanza sólo en Dios, nuestro Padre que cuida de nosotros y que es el único que conoce el día y la hora en el que este primer mundo pase y Él pueda enjugar toda lágrima de nuestros ojos, cuando ya no haya muerte, ni más duelo, ni clamor, ni dolor.

El apóstol San Juan nos dice en su primera carta: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Jn 3, 14). Luego el amor es la causa – origen y el fruto – meta de esta transformación. El amor nos hace pasar de la muerte a la vida. He aquí la centralidad del amor como expresión de lo que Dios mismo es y de la vocación del hombre: creado por amor y para amar.

Por eso en el Evangelio, vemos que Jesús no cae en la trampa de jerarquizar los mandamientos. Él reclama sobre todo la esencia de la ley, orienta la atención sobre el principio que debe inspirar la disposición interior en la observancia. De esta forma, da una respuesta clara y precisa: la fuente y sentido pleno de la ley es el amor en un doble movimiento: hacia Dios y el prójimo (vv. 37-55). Al hablar del amor a Dios, Jesús retoma Dt 6, 5 donde se subraya la totalidad, la intensidad, la autenticidad: «con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser». La novedad de Jesús es que, coloca al mismo nivel el amor al prójimo. 

Quien experimenta que ama a Dios con todo su ser y es consciente de ser amado por Él, es capaz de amarse a sí mismo y a los demás, comenzando por los que tiene que más cerca. Aquí está la síntesis de la Ley y los profetas, el mensaje fundamental de la revelación, la voluntad de Dios para todos sus hijos e hijas.

Por eso se dicen, que los buenos cocineros no se ajustan a las recetas, sino a su inspiración y a su sentido de la combinación intuitiva de olores, sabores y colores. Con una buena receta, un cocinero malo obtiene una comida mediocre. A veces por la vida caminamos así: buscando recetas para todo: para ser feliz, para el amor, para ganar dinero y hasta para alcanzar el Reino de los cielos. 

Y buscamos cuál es el mandamiento más importante, qué es lo mínimo que tenemos que cumplir o cuáles mandamientos nos podemos saltar. Pero, igual que para las recetas, lo importante es el corazón. 

Hay que amar a plenitud, hay que entregar el corazón y hay que dar toda la vida. No se puede ir con medianías y no se entiende una vida vivida a regateos.

La respuesta de Jesús al doctor de la ley no pretende darle una receta para cumplir un mandamiento, sino darle el espíritu con el que se debe cumplir toda la ley: amor pleno a Dios y amor pleno al prójimo.

A veces los cristianos caemos en la tentación de buscar recetas y hacer lo menos posible, alcanzar la felicidad con el menor esfuerzo. Pero Cristo no acepta medianías, pide un amor incondicional, sólo así se puede ser su verdadero discípulo.

Hoy también, con un corazón sincero, acerquémonos a Jesús y preguntémosle, no para hacer lo menos posible, sino con toda generosidad: “¿Qué debo hacer, Señor?” Y escuchemos con atención la respuesta que el Señor nos da: “ama con todo tu corazón a Dios y a tus hermanos”. No son recetas, es dejarse llevar por lo más importante que hay en nuestro corazón, por nuestro deseo de ser amados por Dios y por nuestra capacidad de amar, que es lo que verdaderamente dará sentido y sabor a nuestra vida.

Quizás lo que les faltaba a los fariseos de ayer y a nosotros, los fariseos de hoy, es no saber qué es amar a Dios sobre todas las cosas; lo que falta es practicar el amor a Dios sobre todas las cosas. 

¿Qué significa poner a Dios en primer lugar?

 Cuando ponemos a Dios en primer lugar en nuestras vidas, dejamos que Él dirija nuestros pasos y nuestro corazón, dejamos que Dios realmente dirija nuestras vidas. Sin embargo, primero debemos dirigir nuestra vida hacia Él amando, orando, volviéndonos a Él de verdad. Nos preocupamos por Dios y lo dejamos ocupar los espacios de nuestra vida, nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones.

Amamos a Dios no solo cuando vamos a la iglesia a orar, solo cuando participamos en la Misa. Amamos a Dios no solo cuando abrimos la Biblia o cuando reflejamos la Liturgia, Su Palabra. Amamos a Dios con todo lo que somos, lo que hacemos.

Cuando amamos a Dios sobre todas las cosas, no ponemos en primer lugar lo que pensamos, y queremos. Ponemos Su Palabra y Su voluntad, la dirección que Él da a nuestra vida.

Muchas veces orientamos nuestra vida hacia Dios, pero para hacer de él lo que queremos. En lugar de servir a Dios, queremos que Él nos sirva. No se trata de amar a Dios, sino de instrumentalizar Su gracia.

Por tanto, tenemos muchas decepciones religiosas y espirituales, porque queremos instrumentalizar a Dios. Esto es lo que hacían los fariseos y los doctores de la Ley. Jesús enseña: «La dirección de la vida es amar a Dios sobre todas las cosas». Y esto no se queda en palabras, sino que ha de llevarse a la práctica. Quien ama a Dios sobre todas las cosas se amará a sí mismo, se cuidará cada día y, con la misma intensidad, amará al prójimo.

Quien ama verdaderamente a Dios ama… a su prójimo con toda la intensidad.

 PANAMÁ, acatemos las normas que nuestras autoridades han implementado. Por ti, por los tuyos, por Panamá -Quédate en casa.

† JOSÉ DOMINGO ULLOA MENDIETA, O.S.A.

ARZOBISPO METROPOLITANO DE PANAMÁ