“Sacerdote para siempre quiero ser”

“Sacerdote para siempre quiero ser”

Redacción: redaccion@panoramacatolico.com

Hoy, en mitad de la celebración eucarística, Monseñor José Domingo Ulloa, arzobispo de Panamá, lloró. 

Lo emocionó el canto del ofertorio, dedicado a la vocación sacerdotal. El Arzobispo había dedicado la misa a los sacerdotes, y pidió a las comunidades orar por sus presbíteros para que mantengan su celo apostólico en este momento de pandemia. 

Monseñor confesó sentir  envidia por los párrocos que cuentan con una comunidad, y esa compañía de fieles en sus misiones, porque muchas veces “su compañía es el bálsamo para sobrellevar la soledad”.

También manifestó sentirse orgulloso de haber sido ordenado aquel 17 de diciembre de 1983, por manos de monseñor José María Carrizo Villarreal, obispo de Chitré (q.e.p.d.) . 

Dijo que su mayor orgullo no es ser arzobispo, sino ser bautizado, hijo amado de Dios, y sacerdote. 

Monseñor Ulloa pidió oración por las parroquias, su feligresía y los diversos agentes de pastoral. 

El arzobispo hizo una oración especial por los sacerdotes con quienes tiene diferencias y tensiones. “¡Qué bueno que somos distintos. Hoy me doy cuenta que a pesar de todo somos un solo Cuerpo.

A pesar de vivir una separación física con nuestros pastores de la iglesia, Monseñor agradeció a todos los sacerdotes, por la forma tan creativa de llevar la Palabra y que no sientan que están abandonados. 

Pidió por lo Sacerdotes «con celo apostólico» que entienden que «en tiempos de pandemia no pueden ser Don Abundio», un personaje de nicela, que era un presbítero sin vocación, vil y cobarde.

Al finalizar la homilía, Monseñor manifestó que “Al ordenarnos somos sacerdotes para siempre. No sólo unas horas. En nuestro descanso, alimento y vestido han de ser los de un sacerdote. De uno que ya no vive para sí, sino para quien le ha hecho libre, para Cristo”.

A continuación el texto completo de la Homilía de Monseñor Ulloa desde la capilla de su casa.

Hermanos y hermanas:

Homilía Sábado de Dolores

Mons. José Domingo Ulloa Mendieta

Hoy esta eucaristía tiene un significado muy especial, me siento sumamente emocionado, y lleno de gran alegría, además les manifiesto que en cierta forma envidio a los párrocos que cuentan con una comunidad, esa compañía de fieles que los acompañan en sus misiones, y que muchas veces su compañía es el bálsamo para sobrellevar la soledad.

Me siento orgulloso de haber sido ordenado aquel 17 de diciembre de 1983 por manos de monseñor José María Carrizo, además agradezco a Monseñor Dimas Cedeño, cuando fui consagrado para esta iglesia universal.

De ahí empezó mi orgullo al ser bautizado y ser sacerdote. Esto es lo que nos da la fuerza, es lo que nos salvará, pues no nos salvaremos por los ministerios que hayamos recibido sino por el bautismo.

Hoy oramos por las parroquias, su feligresía y los diversos agentes de pastoral. En especial por los sacerdotes heridos.  También oramos por las autoridades.

Hacemos una oración especial por nuestros sacerdotes, que, a pesar de nuestras tensiones y diferencias, hoy solo somos un solo cuerpo, cada uno desde una misión distinta, pero viviendo en una sola unidad.

Cada uno de ustedes feligresía y pastorales somos uno solo.

 Hoy estamos poniendo sobre el altar en este día a todas nuestras parroquias, y entiéndase parroquia no como un edificio, ni como un territorio o jurisdicción, sino como una comunidad que vive y ora teniendo en el centro a Jesucristo. Es una comunidad de fieles, integrada por agentes de pastoral, catequistas, jóvenes y niños, adultos, catecúmenos, religiosas, diáconos y a la cabeza, un sanador herido que es un presbítero o sacerdote ministerial.

Por eso hoy también estamos elevando a Dios una plegaria especial, por todos esos sacerdotes que hoy están en casa, la mayoría solos, sin ningún tipo de asistencia, alejados de sus familias y amigos, y desde ahí se siguen desgastando, tratando por diversas vías (tecnológicas y analógicas) de cumplir su misión de llevar a sus comunidades el Amor de Dios, la Buena Nueva de la salvación.

Ante esta ausencia física pero no espiritual, preguntémonos…

¿Por qué la ordenación de un sacerdote es motivo de fiesta, alegría y esperanza?  

No es porque no se valore el gran regalo y la gran riqueza que significan los diversos ministerios en la Iglesia, diáconos permanentes, religiosas de muy diversas congregaciones, catequistas y los incontables servidores que están desgastando sus vidas al servicio del Pueblo de Dios, delegados, coros, pastorales. 

Nuestra alegría surge porque todos estos agentes de pastoral necesitan del ministerio de los presbíteros, pues la Iglesia local no está bien constituida si faltan sacerdotes.  

Hoy más que nunca encontramos respuesta a esta pregunta

¿Para qué sirve un sacerdote? ¿Cuál es su ministerio en una comunidad parroquial, o en una misión?  

Nosotros somos ordenados sacerdotes no para ser líderes sociales, o coordinadores de la comunidad, o promotores de obras sociales. Mucho menos para ser un hombre autoritario, o acaparadores de poderes.  

Un sacerdote se ordena para desgastar su vida en el servicio a los hermanos, como dice Jesús: “Nadie tiene amor más grande a sus amigos, que el que da la vida por ellos” …eso es lo que es un sacerdote en una comunidad…un amigo.  

Desde que somos ordenados vivimos un momento supremo, que lo repetimos a diario, y es aquel en que nuestras palabras son las de Cristo y las de Cristo son las nuestras: “Esto es mi cuerpo… Este es el cáliz de mi sangre derramada para el perdón del pecado”.  

Que el Señor nos permita tener cada día en nuestro corazón el temblor de quien adora el misterio que Dios mismo ha puesto en nuestras frágiles manos. Y lo mismo que su palabra transforma el pan en el Cuerpo del Señor, de manera análoga todo nuestro ministerio sacerdotal, nuestra vida, nuestra palabra sea capaz de cambiar la realidad que nos rodea. 

Queridas comunidades…Oren por nosotros para que estemos siempre convencidos que no son nuestras cualidades, sino el poder de Dios el que permite semejante intercambio. 

Oren para que podamos creer siempre en la eficacia de nuestro ministerio. Y que esto nos permita, no tener miedo de vivir como sacerdote las 24 horas del día.  

Al ordenarnos somos sacerdotes para siempre. No solo es de unas horas, sino en nuestro descanso, en nuestro alimento, vestidos, en la calle, han de ser los de un sacerdote. De uno que ya no vive para sí, sino para quien le ha hecho libre, para Cristo.  

Por eso querida comunidad, el Pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros-discípulos: Hoy más que nunca sacerdote, tu comunidad te está extrañando, que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del buen Pastor; hoy la comunidad necesita de presbíteros misioneros: movidos por la caridad pastoral que los lleve a cuidado del rebaño a ellos confiado y a buscar a los más alejados. 

Hermanos sacerdotes esta actitud exige que renunciemos a la propia voluntad, a la idea de autorrealización, para entregarnos a otra Voluntad; para dejarnos guiar por ella, identificarnos con ella y dejarnos conducir incluso a donde no queramos ir.  Este seguimiento y renuncia exige la entrega total. Reclama la totalidad de nuestro ser. No basta la entrega de parte de nuestro ser, sino no le entregamos todo, no le entregamos nada. No hay un sacerdocio a media jornada ni a medio corazón. 

Por eso para que todo esto sea posible, debemos ser hombres de profunda oración. El agua de la oración ha de regar el corazón del sacerdote, para que su vida sea fecunda. Tenemos que ser grandes los intercesores del Pueblo, como Moisés, mejor aún como Jesús. 

Confiarlo todo a Él, aprender a lo largo de toda la vida, a orar, atrevernos a orar. Debemos ser hombres de oración, porque rezamos, creemos y así seremos hombres de esperanza. 

Querida comunidad sigan rezando por nosotros para que nunca se nos olvide: Dios fue el que nos llamó para que desgastemos nuestra vida en el servicio a nuestro Pueblo, especialmente a los pobres, a los marginados y excluidos. Oren querida comunidad para que el Espíritu Santo nos libre de la tentación de no ser más que un servidor humilde y sencillo. 

Que se graben en el corazón de cada uno de nosotros las palabras de San Pablo “no somos más que servidores de ustedes por amor de Jesús” 2 Cor. 4,5 

Hoy quiero agradecer a todos los sacerdotes, por la creatividad que han tenido en este tiempo, sacerdotes que piensan en mil formas de estar cerca del pueblo para que no se sientan abandonado. Sacerdotes «con celo apostólico» que entienden que «en tiempos de pandemia no pueden ser como el personaje de Don Abundio», un personaje del libro que era un sacerdote sin vocación, vil y cobarde. 

Sacerdotes que están en primera línea cada día en el al encuentro de los enfermos por esta pandemia; sacerdotes que salen a encontrarse con los necesitados materiales y espirituales. 

Sacerdotes que, por amor a la comunidad, han dejado sus temores o aprehensiones a las redes sociales, y dejarse instruir por los jóvenes para aprender a usar las plataformas digitales que les permitan acompañar y alimentar espiritualmente al pueblo, al mismo tiempo cumplir con las medidas de prevención que piden las autoridades de salud.  

Sacerdotes con dones diversos, que le dan color a su misión, con distintas cualidades, que fortalecen el cuerpo presbiteral, porque la diversidad no es una debilidad sino una riqueza para la Iglesia. 

Como obispo, doy gracias a Dios por cada uno de nuestros sacerdotes, que hacen posible que mi misión episcopal sea una realidad. Por las contradicciones, por la disponibilidad, y por qué no también en algunos momentos por su rebeldía, porque no queremos una obediencia ciega, queremos pastores celosos, pensantes, apasionados, con celo pastoral, con creatividad e iniciativa, pero siempre con espíritu de comunión eclesial. 

La grandeza del sacerdote  

Me hago eco de las palabras del Cura de Ars, que era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, con un inmenso don para su gente quien decía: “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”. 

Él cura de Ars hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, ¡qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”. 

Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo?  

El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!… Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.  

Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo y humilde párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada.  

El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”. 

¡Qué grandeza la del Sacerdocio! Si los sacerdotes la viviésemos profundamente los jóvenes que nos conocen y contemplan se abrirían a la acción de Dios, a la posible llamada al Sacerdocio., sigamos rezando por los sacerdotes para que seamos reflejo fiel del Señor Jesús y por el aumento de las vocaciones al sacerdocio. No sería poca cosa la que cada uno podemos hacer. 

Querida comunidad, velen por sus sacerdotes, cuídenlos, oren por ellos y también expresen con pequeños gestos, lo que han significado en su vida personal y familiar.  

Somos seres humanos, no venimos de otro planeta. Salimos del seno de una familia, y ahora estamos entregados a servir a la gran familia de Dios. Por eso digamos esta Oración de Acción de Gracias por los Sacerdotes: 

Gracias, Señor, por este regalo que tantas veces no sabemos apreciar. 

Gracias por los sacerdotes ancianos y mayores que se han desgastado en el anonimato y la fidelidad del día a día. 

Gracias por los sacerdotes enfermos cuyo testimonio de entrega hasta el sufrimiento nos anima a seguir luchando en la vida. 

Gracias por nuestros párrocos y vicarios que, como pastores responsables, están siempre a nuestro lado para guiarnos y acompañarnos. 

Gracias por los sacerdotes misioneros, su ejemplo es para nosotros una invitación a dejarlo todo para anunciar en nuestro ambiente tu Palabra sin complejos. 

Gracias por los sacerdotes que trabajan en los hospitales, donde su presencia es signo de tu presencia que da vida y salud. 

Gracias por los sacerdotes que trabajan en las escuelas, las universidades y todas las instituciones educativas; ellos se esfuerzan en mostrar que la fe y la cultura se necesitan mutuamente. 

Gracias por los sacerdotes que acompañan tantos movimientos y grupos que hay en tu Iglesia porque hacen lo posible para que el fuego del apostolado esté siempre vivo. 

Gracias por los sacerdotes que nos acompañan en nuestro camino espiritual; gracias por su escucha, su silencio, su respeto y sus palabras de consejo, de ánimo y de consuelo. 

Gracias por los sacerdotes que trabajan en la formación de los seminaristas, dándolo todo para formales según tu corazón y al ejemplo de tu Hijo el Buen Pastor. 

Gracias por los sacerdotes que trabajan con los más desfavorecidos de nuestro mundo injusto; porque intentan construir con gestos proféticos el reino de las bienaventuranzas. 

Gracias por los sacerdotes que nos han dado el sacramento del bautismo, el don de la fe y la gracia de ser hijos de tu Iglesia. 

Gracias por los sacerdotes que nos alimentan en la Eucaristía con la Palabra y el Pan de la Vida que nos permiten seguir caminando como hermanos. 

Gracias por los sacerdotes que en tu nombre perdonan nuestros pecados y enjugan nuestras lágrimas con palabras de misericordia. 

Gracias por los sacerdotes que bendicen nuestros matrimonios para que sean signo de tu amor hacia todos nosotros. 

Gracias por los sacerdotes que nos visitan cuando estamos enfermos y nos dan fuerzas para soportar el sufrimiento y el dolor. 

Gracias por los sacerdotes, Señor. 

Reflexionando estos días, he caído en la cuenta de que los Santos Niños de Fátima Francisco y Jacinta murieron en la última pandemia de hace un siglo, en 1918. 

Hemos celebrado hace poco el centenario de su muerte. Pues aquella epidemia fue la ocasión de que consumaran su entrega al inmaculado Corazón de María, que en Cova de Iría les había mostrado su Corazón. 

Y mientras vivieron su enfermedad, ofrecían sus pequeños sacrificios “por los pecadores”, hasta que la Señor se los llevó al cielo. Un ejemplo precioso para todos nosotros, sacerdotes y comunidad a ofrecer nuestros sacrificios cada día para el perdón de los pecados, propios y ajenos. Y constatar que al final el Corazón inmaculado de María triunfará.

PANAMÁ, acatemos las normas que nuestras autoridades han implementado. Por ti, por los tuyos, por Panamá -Quédate en casa.