Santidad es mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor

Santidad es mantener el corazón  limpio de todo lo que mancha el amor

«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios» Esta bienaventuranza se refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad, porque un corazón que sabe amar no deja entrar en su vida algo que atente contra ese amor, algo que lo debilite o lo ponga en riesgo (Francisco, Gocen y alégrense, GE 83).

En la cultura actual, el corazón es el símbolo universal del amor. Algo valioso, porque realmente el corazón es lo más grande, profundo e importante del ser humano. Lo que amo (corazón) marca y determina mi vida, mucho más que lo que pienso (cabeza), lo que hago (manos) o dónde voy (pies). Ya el gran San Agustín expresaba esto diciendo “dime lo que amas y te diré quién eres”: “¿Amas la tierra? Serás tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué diré, que eres dios? No me atrevo a decirlo por mí mismo. Escuchemos la Escritura: ‘Yo había dicho: Vosotros sois dioses, todos vosotros hijos del Altísimo’ (Sal 82,6)” (Tratados sobre la primera carta de San Juan, II,14). Y señaló el amor como el peso o la fuerza que dirige la existencia del ser humano, que solamente se calma y colma en Dios; que incluso social e históricamente marca la diferencia entre las dos ciudades – de Dios o sin Dios- según que en ellas impere el amor a Dios y a los demás o el egoísmo del amor propio (Confesiones XIII,9, 10 y I,1; La ciudad de Dios XIV,28).

Naturalmente, en el fondo y la raíz de esta enseñanza de Agustín está su propia experiencia humana y la revelación bíblica. Como dice Francisco, “En la Biblia, el corazón son nuestras intenciones verdaderas, lo que realmente buscamos y deseamos, más allá de lo que aparentamos: «El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» ( 1 S 16,7). Él busca hablarnos en el corazón (cf. Os 2,16) y allí desea escribir su Ley (cf. Jr 31,33). En definitiva, quiere darnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26)” (GE 83).

 “En el evangelio de Mateo vemos también que lo que viene de dentro del corazón es lo que contamina al hombre (cf. 15,18), porque de allí proceden los asesinatos, el robo, los falsos testimonios, y demás cosas (cf. 15,19). En las intenciones del corazón se originan los deseos y las decisiones más profundas que realmente nos mueven.” (GE 85).

El salmista invocaba el perdón de Dios que limpia y purifica: “Rocíame con el hisopo, y quedaré limpio, lávame, y seré más blanco que la nieve... Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme” (Sal 50, 9 y 12).

Ante la hipocresía de los fariseos, Jesús declara que la limpieza del corazón es más importante que la limpieza de los vestidos o de los vasos. 

La limpieza que Jesús glorifica puede identificarse con la verdad y la cristalinidad de la persona. Sólo los ojos limpios pueden ver a Dios, ya desde ahora para poder verlo en la eternidad de la convivencia de amor que se nos promete. La limpieza o pureza del corazón no se refiere solamente, como a veces se piensa, al sexto mandamiento. Consiste sobre todo en el amor, la verdad, la rectitud de intención, la visión de fe, la voz de la conciencia.

 “Lo que más hay que cuidar es el corazón (cf. Pr 4,23). Nada manchado por la falsedad tiene un valor real para el Señor. Él «huye de la falsedad, se aleja de los pensamientos vacíos»   (Sb 1,5). El Padre, que «ve en lo secreto» ( Mt 6,6), reconoce lo que no es limpio, es decir, lo que no es sincero, sino solo cáscara y apariencia, así como el Hijo sabe también «lo que hay dentro de cada hombre» ( Jn 2,25) (GE 84).

Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40), cuando esa es su intención verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede ver a Dios. San Pablo, en medio de su himno a la caridad, recuerda que «ahora vemos como en un espejo, confusamente» ( 1 Co 13,12), pero en la medida que reine de verdad el amor, nos volveremos capaces de ver «cara a cara» ( ibíd .). Jesús promete que los de corazón puro «verán a Dios». (GE 86).