Creer en un solo Dios tiene muchas ventajas. Entre ellas, que sólo ante ese Dios se dobla la rodilla. Chesterton decía que el problema del siglo XXI no va a ser creer en Dios sino creer en muchos falsos dioses, pues cuando uno no cree en Dios es capaz de creer en cualquier cosa, como en la política, o en el dinero, o en el placer. Para el cristiano, nada ni nadie puede pretender ocupar el lugar de Dios en el corazón y en la vida. Ni el trabajo, ni la política, ni la patria, ni tan siquiera la familia pueden estar antes que Dios, tal y como nos exige el primer mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”.
Eso no significa que no tengamos que amar a los amigos, al trabajo, a la patria, a los familiares. Significa que, si en alguna ocasión esos amores pretenden competir con Dios y separarnos de él, tendremos que recordar y recordarles que somos cristianos y que precisamente por eso sólo ante Dios nos postramos y sólo a él adoramos.
A la vez, este estricto monoteísmo que profesamos nos enseña que sólo de Dios podemos esperarlo todo y sólo en Él podemos encontrar la felicidad. Eso nos ayuda a ser menos exigentes con los demás, a entender que, como ellos no son Dios, es normal que no sean perfectos y, sobre todo, a no pretender que ellos nos hagan felices, pues como mucho pueden colaborar a que lo seamos, pero no pueden darnos la felicidad plena pues eso escapa a las posibilidades de cualquier ser humano. También nos ayuda a no desesperar de nosotros mismos al comprobar nuestras imperfecciones; basta con que estemos en la lucha por alcanzar la santidad, con que empecemos cada vez que hemos caído.