Aunque los organizadores han bajado el perfil de lo eclesial en la conmemoración por los 500 años de fundación de la Noble y Leal Ciudad
de Panamá, la Historia es testigo de cómo lo católico fue definitorio de nuestra identidad. Ahí está la semilla, las raíces y la fronda que ha dado sombra y cobijo a todo un pueblo que es como es, precisamente por eso que no se ve, pero que se lleva cual vestigio en el alma nacional. Los zapadores de la claroscura conquista desembarcaron signados por el catecismo, lo mariano, la devoción a los santos y a los sacramentales. No fue distinto en Panamá: aquí llegaron con la Cruz y Santa María la Antigua por delante, con la maravillosa distinción de que fue esta angosta parte del istmo el vértice trascendental desde el cual se irradió la fe hacia el resto de Tierra Firme. Panamá, la diminuta, la breve, se convirtió en puente entre Dios y los hombres
en esta parte del mundo. Por eso y más debemos estar orgullosos los panameños. Por esta vocación que nos ha propiciado Dios, de ser lugar de encuentro, punto de llegada y de partida. Aquí, en esta lengua preciosa, se empezó a tejer el complejo tapiz que hoy es la Iglesia Latinoamericana, referente universal en lo pastoral y doctrinal.Orgullosos porque la nobleza que nos engalana como patria no es inopinada. Por el contrario, hay
que aceptarla cual fruto de lento y seguro crecimiento, desde la religiosidad y lo sagrado. Los panameños siempre hemos puesto a Dios primero. Aunque nos digan que hemos errado el camino, que somos un fracaso moral y ciudadano, la verdad es que ahí en el fondo de quienes somos habita la certeza, están enraizadas la Verdad y el Amor, y por eso cada vez que se nos convoca, respondemos con solidaridad y entusiasmo. La Historia es testigo, y el Papa Francisco, con todos los asistentes a la JMJ, también.