Los cincuenta o sesenta años que duró el exilio de Babilonia constituyeron una etapa importantísima en la preparación del pueblo de Dios. Las pruebas, la meditación del pasado y la labor de los profetas suscitaron la formación de un grupo selecto de fieles, que practicaba una religión despojada de toda falsa seguridad y era animado por una fe cada vez más sencilla y viva.
Desde tiempos muy antiguos los sabios de Israel estaban convencidos que en caso de una amenaza o catástrofe, iba a sobrevivir una pequeña porción del pueblo, que sería depositaria de las promesas y de la esperanza, al estilo de Noé y su familia, un residuo de humanidad que se salvó del diluvio. Muchos profetas hablaron de este “pequeño resto de Israel”, entre ellos: Elias, Amós, Isaías, Miqueas y Jeremías.
Fue el profeta Ezequiel quien se dio cuenta que los sobrevivientes de Babilonia no eran mejores que los que habían muerto y que la misión de continuar la historia de salvación le estaba reservada a un grupo más purificado: los pobres de Yahvé.
Cerca del año 630 Sofonías había anunciado que en un pueblo humilde y pobre estaba la esperanza de Israel; pero fue Isaías el que declaró que el pequeño resto del Pueblo de Dios coincidía con los pobres de Yahvé.
Aunque eran pobres, que habian perdido todo durante el exilio, en vez de rebelarse contra Dios, se volvieron hacia Él y a los hermanos. Humildes ante Dios, le confesaban sus pecados, aceptaban su voluntad y confiaban en Él, porque sabían que es un Padre fiel y bondadoso.
Esta disposición de corazón la conservaron aún cuando volvieron a poseer algunos bienes propios en Babilonia o de regreso a la patria.