El concilio Vaticano II describe a la Iglesia como un sacramento de comunión. La Iglesia latinoamericana ha hablado en muchas ocasiones de la comunión y la participación en las comunidades cristianas. El alma de todo plan pastoral es la espiritualidad de comunión. Nuestra Iglesia quiere ser casa y escuela de comunión abierta a todos…
Podríamos buscar y recordar otras muchas afirmaciones sobre la importancia de vivir la comunión eclesial. Pero interesa sobre todo reflexionar sobre su identidad y exigencias para comprometernos a hacerla realidad en la práctica.
La comunión eclesial es, nada más y nada menos, el reflejo del misterio de la infinita comunión que constituye el mismo misterio de Dios, la Santísima Trinidad. Se trata de algo incalculablemente profundo, de una realidad espiritual y mística. Pero el misterio de Dios se ha revelado en el misterio de la Encarnación, se ha hecho humano y tangible. Y así debe ser también la comunión en la vida de la Iglesia.
No hay comunión sin estructuras de comunión. No basta rezar, hay que actuar, construir y expresar en concreto la comunión en la Iglesia. Fortalecer la fraternidad y la comunicación, compartir los bienes, participar realmente en la vida de la Iglesia y su misión. Empezando por participar en las reuniones de oración, formación y programación; por expresar en concreto la pertenencia y corresponsabilidad (organizativa, pastoral, económica); por salir del individualismo y no romper la comunión personal e institucional. Y eso a todo los niveles: laicos, religiosos/as, presbíteros, obispos, creyentes…
Para eso sirven los encuentros y reuniones, los equipos y los consejos, los planes y programaciones, los retiros y sesiones de estudio, el Plan pastoral, la Semana pastoral, etc. La ausencia repetida y la no participación activa de personas, parroquias y grupos dañan la comunión eclesial.