Espiritualidad y vida contemplativa (III)

Espiritualidad y vida contemplativa (III)

La contemplación es un don de Dios, sólo viene de Él, y de ella participan como vocación los que Dios llama para este servicio al Reino. Contemplar es sobre todo buscar y adentrarnos en el deseo de Dios, su querer por encima de todo otro objetivo. Santa Teresa de Jesús dice al Señor: “¿Para qué quiero, Señor, desear más de lo que Vos quisiereis darme? Proveed Vos por la vuestra los medios necesarios para que mi alma os sirva más a vuestro gusto que al suyo. No me castiguéis en darme lo que yo quiero o deseo, si vuestro amor (que en mí viva siempre), no lo deseare. Muera ya este yo, y viva en mí otro que es más que yo y para mí mejor que yo, para que yo le pueda servir. El viva y me dé vida; El reine, y sea yo cautiva, que no quiere mi alma otra libertad” (Excl 17).

El silencio es necesario para
la contemplación
Nos da miedo el silencio sin manipulaciones, sin exigencias, en el que la iniciativa la tiene Él. El gran reto de la Iglesia es atreverse a este silencio con perseverancia donde se escucha una palabra imprevisible e inmanipulable (EG 22). Ser conducidos a ese lugar donde escuchamos una voz familiar que es eterna novedad, que nos pone permanentemente en camino, que nos despierta y anima a vivir y dar vida. La espiritualidad contiene en sí el reto del silencio contemplativo y la necesidad de enseñar a aprender a escuchar a Dios ahí donde el mundo por sí mismo no lo puede escuchar, no lo sabe identificar. En nuestro proceder a veces pareciera que nos da miedo este escuchar a Dios y al otro sin prejuicios, sin preguntas, con plena confianza y libertad. Contemplar es un don de Dios para llevar al espiritual a aprender a escuchar donde nadie escucha, a ver donde nadie es capaz de ver, a descubrirle  actuando donde al hombre en sí le cuesta ver a Dios en acción. Cuántas veces escuchamos decir: Dios se olvidó de mí, Dios no me ayuda, Dios no me quiere porque nada de lo que le suplico me concede. Y tal vez es cuando Dios está más cerca de ti, cuando más te ha defendido y liberado de los verdaderos peligros que rodeaban tu salvación. Contemplar en el silencio y aprender a escuchar los ruidos que nadie escucha. Lo desconocido de Dios, lo no evidente de las personas, escuchar con fe, debajo de toda apariencia, más allá de toda sequedad y noche… precisamente en la sequedad y en la noche.

La noche: ocasión para
contemplar a Dios
La noche o crisis es lugar privilegiado donde se contempla a Dios. La noche es la oportunidad de Dios para llevarnos a su presencia por sus caminos, a su modo, no al nuestro. La noche nos sitúa en los mejores tiempos para dejarle a Dios ser Dios. No habrá nueva luz, sin pasar por la noche del no saber, de la incertidumbre, de la debilidad, la del error y del pecado, sin dejarnos llevar a donde no sabemos. El espíritu de la noche nos enseña a desaprender a Dios como creemos haberlo aprendido para dejar que nos eduque y nos instruya en su verdadera presencia, en el camino hacia el encuentro vivo con Él. La contemplación nos llevará en el silencio de nuestra vida interior, a desaprendernos a nosotros mismos para dejarle a Él, ser el Maestro de la vida. Dos grandes maestros de espiritualidad nos iluminan en este punto:
Santa Teresa de Jesús: “Desasiéndonos del mundo y deudos y encerradas aquí con las condiciones que están dichas, ya parece lo tenemos todo hecho y que no hay que pelear con nada. ¡Oh hermanas mías!, no os aseguréis ni os echéis a dormir, que será como el que se acuesta muy sosegado habiendo muy bien cerrado sus puertas por miedo de ladrones, y se los deja en casa. Y ya sabéis que no hay peor ladrón, pues quedamos nosotras mismas. (CP 10,1)”
Thomas Merton: “En el mejor de los casos nos disponemos a recibir este don (la contemplación) reposando el corazón en nuestra pobreza, manteniendo nuestra alma lo más vacía posible del deseo de todas las cosas que agradan y preocupan a nuestra naturaleza, sin que importe cuán puras o sublimes puedan ser en sí mismas… Y cuando Dios se revela a nosotros en la contemplación tenemos que aceptarlo tal como Él llega a nosotros, en Su oscuridad, en Su silencio sin interrumpirlo con palabras o razonamientos o concepciones… Lo que alaba a Dios es nuestro vacío en la presencia del abismo de su realidad, nuestro silencio en la presencia de Su silencio”.