El arrepentimiento prepara el corazón para el encuentro con Dios y para la reconciliación con los hermanos. Un camino de cambios y de conversión auténtica.
P. Fernando Pascual
Arrepentirse es posible porque uno ha hecho algo, porque reconoce que ese algo era malo, porque desea reparar daños y no volver a pecar.
Así, una persona que robó un reloj o unos billetes, o que mintió para lograr un ascenso en el trabajo, o que perdió la mañana en videojuegos, puede luego decir, sinceramente: he sido un tonto, me dañé a mí mismo y dañé a otros.
Aristóteles comprendió que, en muchos actos malos, se unen placer (de lo contrario, nadie pecaría) y dolor. Este, arrepentimiento, surge porque uno reconoce que lo malo era malo, y porque desea no volver a cometerlo.
Para los cristianos, el arrepentimiento prepara el corazón para el encuentro con Dios y para la reconciliación con los hermanos. Solo desde el verdadero dolor de los pecados es posible iniciar un camino de cambios, una conversión auténtica.
Por desgracia, hay quienes no se arrepienten de tantas acciones malas. Algunos, porque ni siquiera son capaces de darse cuenta de la maldad de ciertos actos. Otros, porque después de haber ido contra su conciencia, terminan por justificar sus pecados para pactar tranquilamente con ellos.
Pero quien tiene vivo el sentido moral en su alma, aunque caiga cinco veces o cien veces, puede luego sentir ese dolor íntimo que surge precisamente porque sabe que lo realizado es pecado, y porque quiere salir del mismo.
Aquí radica la extraña belleza del arrepentimiento. Por un lado, hay algo oscuro, negativo, que consiste en el pecado. Por otro, el interior aspira a salir del barranco, busca ser lavado de las faltas, reemprende el camino hacia el bien.
Si el pecado ha dejado su tatuaje de muerte y de amargura, la misericordia es bálsamo de la paz y del consuelo.
Hay arrepentimientos tristes como tardes de tornados o de incendios. Pero hay otros que son como un faro en la playa, como un presagio de que algo dentro está cambiando.
Con el corazón deshecho, con el peso del pecado, con la pena del tesoro ya perdido, el náufrago encuentra, en el mar de sus tormentos, una tabla, un brazo alto y recio, un corazón amigo, una voz que lo invita a nuevos cielos.
Si el pecado ha dejado su tatuaje de muerte y de amargura, la misericordia extiende, en silencio, el bálsamo de la paz y del consuelo. Sólo Dios puede aliviar un corazón que no ha amado. Sólo Dios puede elevar a quien se ahoga en las ciénagas del abismo.
Y vino Dios, y habló, y expulsó demonios. Y llamó amigo a quien tres veces le negara. Y gritó en la cruz a los verdugos inclementes: “Padre, perdónalos”. Y llamó por su nombre a la Magdalena rescatada y al Tomás de los incrédulos.
Así se rompe la noche del pecado. Así comienza la luz de un nuevo cielo. Así la flor se alza entre el estiércol, y el desierto se convierte en un vergel de incienso.
Entonces el pecador, caído y solo, alza los ojos hacia la cruz de la esperanza. Desde ella, sólo desde ella, el dolor arrepentido es tabla cierta de nuevos mares, donde ya no pueda vencer nunca el pecado, porque vivimos amarrados a la fuente de la Vida, la cruz de Cristo. Así cruzamos, con la Iglesia de la Pascua, la puerta del perdón y del consuelo, la puerta del amor y de la vida.
Cada vez que un ser humano se arrepiente, desde la ayuda de Dios y desde el apoyo de tantas personas buenas que tienden una mano y dan un consejo oportuno, el mundo se hace más hermoso.
Entonces, Dios mismo acoge las lágrimas del pecador arrepentido, ofrece la misericordia que borra todo pecado, y regala una vestidura sorprendentemente blanca, porque un hijo se ha lavado en la Sangre del Cordero, (cf. Ap 7,14).