Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En esta catequesis quisiera ofrecer algunos puntos de reflexión en preparación a la celebración de la Navidad. En la Liturgia de la Noche resonará el anuncio del ángel a los pastores: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,10-12).
Imitando a los pastores, también nosotros nos movemos espiritualmente hacia Belén, donde María ha dado a luz al Niño en un establo, «porque —dice San Lucas— no tenían sitio en el alojamiento» (2,7). La Navidad se ha convertido en una fiesta universal, y también quien no cree percibe la fascinación de esta festividad. El cristiano, sin embargo, sabe que la Navidad es un evento decisivo, un fuego perenne que Dios ha encendido en el mundo, y no puede ser confundido con las cosas efímeras. Es importante que no se reduzca a fiesta solamente sentimental o consumista. El domingo pasado llamé la atención sobre este problema, subrayando que el consumismo nos ha secuestrado la Navidad. No: la Navidad no debe reducirse a fiesta solamente sentimental o consumista, rica de regalos y de felicitaciones pero pobre de fe cristiana, y también pobre de humanidad. Por tanto, es necesario frenar una cierta mentalidad mundana, incapaz de captar el núcleo incandescente de nuestra fe, que es este: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Y esto es el núcleo de la Navidad, es más: es la verdad de la Navidad; no hay otra.
La Navidad no debe reducirse a fiesta solamente sentimental o consumista, rica de regalos y de felicitaciones, pero pobre de fe cristiana.
La Navidad nos invita a reflexionar, por una parte, sobre la dramaticidad de la historia, en la cual los hombres, heridos por el pecado, van incesantemente a la búsqueda de verdad, a la búsqueda de misericordia, a la búsqueda de redención; y, por otro lado, sobre la bondad de Dios, que ha venido a nuestro encuentro para comunicarnos la Verdad que salva y hacernos partícipes de su amistad y de su vida. Y este don de gracia: esto es pura gracia, sin mérito nuestro. Hay un Santo Padre que dice: “Pero mirad de este lado, del otro, por allí: buscad el mérito y no encontraréis otra cosa que gracia”. Todo es gracia, un don de gracia. Y este don de gracia lo recibimos a través de la sencillez y la humanidad de la Navidad, y puede quitar de nuestros corazones y de nuestras mentes el pesimismo, que hoy se ha difundido todavía más por la pandemia. Podemos superar ese sentido de pérdida inquietante, no dejarnos abrumar por las derrotas y los fracasos, en la conciencia redescubierta de que ese Niño humilde y pobre, escondido e indefenso, es Dios mismo, hecho hombre por nosotros. El Concilio Vaticano II, en un célebre pasaje de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, nos dice que este evento nos concierne a cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Const. past. Gaudium et spes, 22). Pero Jesús nació hace dos mil años, ¿y me concierne a mí? — Sí, te concierne a ti y a mí, a cada uno de nosotros. Jesús es uno de nosotros: Dios, en Jesús, es uno de nosotros.
El pesebre nos muestra el camino de la ternura para estar cerca, para ser humanos.
Esta realidad nos dona tanta alegría y tanta valentía. Dios no nos ha mirado desde arriba, desde lejos, no ha pasado de largo, no ha sentido asco por nuestra miseria, no se ha revestido con un cuerpo aparente, sino que ha asumido plenamente nuestra naturaleza y nuestra condición humana. No ha dejado nada fuera, excepto el pecado: lo único que Él no tiene. Toda la humanidad está en Él. Él ha tomado todo lo que somos, así como somos. Esto es esencial para comprender la fe cristiana. San Agustín, reflexionando sobre su camino de conversión, escribe en sus Confesiones: «Todavía no tenía tanta humildad para poseer a mi Dios, al humilde Jesús, ni conocía las enseñanzas de su debilidad» (Confesiones VII, 8). ¿Y cuál es la debilidad de Jesús? ¡La “debilidad” de Jesús es una “enseñanza”! Porque nos revela el amor de Dios. La Navidad es la fiesta del Amor encarnado, del amor nacido por nosotros en Jesucristo. Jesucristo es la luz de los hombres que resplandece en las tinieblas, que da sentido a la existencia humana y a la historia entera.
Queridos hermanos y hermanas, que estas breves reflexiones nos ayuden a celebrar la Navidad con mayor conciencia. Pero hay otro modo de prepararse, que quiero recordaros a vosotros y a mí, que está al alcance de todos: meditar un poco en silencio delante del pesebre. El pesebre es una catequesis de esta realidad, de lo que se hizo ese año, ese día, que hemos escuchado en el Evangelio. Para esto, el año pasado escribí una Carta, que nos hará bien retomar. Se titula Admirabile signum, “Signo admirable”. Siguiendo las huellas de San Francisco de Asís, nos podemos convertir un poco en niños y permanecer contemplando la escena de la Natividad, y dejar que renazca en nosotros el estupor por la forma “maravillosa” en la que Dios ha querido venir al mundo. Pidamos la gracia del estupor: delante de este misterio, de esta realidad tan tierna, tan bella, tan cerca de nuestros corazones, el Señor nos dé la gracia del estupor, para encontrarlo, para acercarnos a Él, para acercarnos a todos nosotros. ¡Feliz Navidad!