El Arzobispo llama a los fieles no ser indiferentes, y aprender de la actitud del leproso que confió en Dios.

El Arzobispo llama a los fieles no ser indiferentes, y  aprender de la actitud del leproso que confió en Dios.

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El Arzobispo de Panamá, Monseñor José Domingo Ulloa Mendieta, presidió hoy viernes XII tiempo Ordinario, la Eucaristía y en su homilía reflexionó sobre el leproso que se acercó a Jesús. Antes saludó a los miembros de la Orden de Malta, y a las representantes de la Asociación de Muchachas Guías de Panamá presentes en la celebración.

Monseñor Ulloa inició explicando que en el tiempo de Jesús ser leproso significaba ser un excluido, alguien que no tenía derecho ni debía estar donde estaba la gente, tenían que mantenerse fuera de las ciudades, y por supuesto fuera de «la ciudad» (Jerusalem con su Santo Templo).

“Carecían de cualquier contacto humano: ni caricias, ni abrazos, ni gestos de cariño o de cercanía”, dijo tras recordar que la religión y la misma sociedad no quería saber nada de ellos, los mantenía al margen, era una condena.

Trayéndolo a nuestra realidad se preguntó: ¿No ocurre también hoy que se hace sentir culpable a las víctimas de algunas desgracias, o se «justifica» que estén en esa situación: «es que es un borracho, o un vago», es que ha mantenido prácticas sexuales prohibidas (SIDA)? 

Asimismo lamentó que no es tan infrecuente que, en el plano personal, social e incluso religioso, nos apartemos de ciertos individuos (¡personas e hijos de Dios!) porque nos resultan incómodos, porque no están en «orden» con la ley de Dios (o de la Iglesia), porque es arriesgado tener contacto con ellos, porque están sucios, porque nos pueden meter en problemas, por su condición sexual o por su color/nacionalidad, porque este asunto les compete a otros.

Animó a la feligresía a no ser indiferentes, y a aprender de la actitud del leproso que confió en Dios, porque solo Él sabe qué es lo que necesitamos, cuáles son nuestros sufrimientos, cuáles son las heridas que hay en nuestra vida. 

Y que como señaló Monseñor Ulloa, Jesús sabía qué quería ese leproso, y el leproso sabía que Jesús lo podía hacer, que Él era el único que podía curarlo. “Este Evangelio es una invitación a mancharnos, a conocer de primera mano el dolor y la frustración de tantos”, indicó.

Al final de la Eucaristía, advirtió a la población que personas estafadoras están pidiendo ayuda económica a nombre de las Hermanas de Calcuta, y calificó este acto como miserable. Con firmeza dijo que las religiosas nunca piden ayuda económica, pues viven de las donaciones espontáneas.

 

A continuación, el texto completo de la Homilía de Monseñor Ulloa desde la capilla del seminario Mayor San José.

Homilía viernes XII tiempo Ordinario

 

«Un leproso se acercó a Jesús». Es sabido que en el tiempo de Jesús ser leproso significaba ser un excluido, alguien que no tenía derecho ni debía estar donde estaba la gente, tenían que mantenerse fuera de las ciudades, y por supuesto fuera de «la ciudad» (Jerusalem con su Santo Templo). Carecían de cualquier contacto humano: ni caricias, ni abrazos, ni gestos de cariño o de cercanía… (seguramente ahora que casi no podemos tocarnos, ni abrazarnos, ni darnos un beso… lo comprendemos mucho mejor). 

Ninguna ayuda recibía (más allá de alguna limosna) para sobrellevar su desgracia: una inmensa soledad. Tenían que avisar de su presencia, dando voces, o con alguna campanilla, para que todos se apartaran a su paso y pudieran ponerse «a salvo». Habían dejado de ser tratados como «personas». También tenían vetada su relación con Dios, estaban «dejados de su mano», ya que esa enfermedad de la piel se considerada un signo de la corrupción interior, del pecado, un castigo divino. 

Y así es como él se siente este leproso que se atreve a acercarse a Jesús: sucio, necesitado de ser limpiado. La religión no quería saber nada de ellos, los mantenía al margen. Esto es lo que enseñaba la Sinagoga, la ley de Dios. Ya no se trataba de un «cuidado» o prevención por riesgos de salud. Era una condena en toda regla.

¿No ocurre también hoy que se hace sentir culpable a las víctimas de algunas desgracias, o se «justifica» que estén en esa situación: «es que es un borracho, o un vago», es que ha mantenido prácticas sexuales prohibidas (SIDA)? Algunas víctimas de abusos han explicado que les hicieron sentir avergonzadas y culpables por parte de sus maltratadores, etc.

No es tan infrecuente que, en el plano personal, social e incluso religioso, nos apartemos de ciertos individuos (¡personas e hijos de Dios!) porque nos resultan incómodos, porque no están en «orden» con la ley de Dios (o de la Iglesia), porque es arriesgado tener contacto con ellos, porque están sucios, porque nos pueden meter en problemas, por su condición sexual o por su color/nacionalidad, porque este asunto les compete a otros.

Si nos reconocemos creyentes, estaríamos mostrando con los hechos y actitudes en qué Dios creemos realmente: un Dios excluyente, marginador, que condena, que los abandona a su suerte, que no merecen su amor… Y claro, tampoco el nuestro.

Actualmente vivimos en un momento en que la confianza en la voluntad de Dios es clave. 

La actitud del leproso debe ser la actitud de cada uno de nosotros en nuestro día a día. Dios lo sabe todo, Él sabe mucho mejor que nosotros, qué es lo que necesitamos, cuáles son nuestros sufrimientos, cuáles son las heridas que hay en nuestra vida. Pero nos toca a nosotros, confiar plenamente en lo que Él tiene preparado para cada uno. Nuestros planes muchas veces no son los planes de Dios, porque Él busca nuestra felicidad eterna, no sólo la pasajera.

Jesús sabía qué quería ese leproso, el leproso sabía que Jesús lo podía hacer, que Él era el único que podía curarlo. Pero no llega a exigirle, como muchas veces podemos llegar nosotros, a pedir lo que según nosotros es lo que necesitamos. Sino que llega con una actitud de confianza y humildad. Señor que no se haga mi voluntad, pero si tú quieres puedes curar mi corazón. Él todo lo puede, para Él nada es imposible. ¡Dejemos que Dios actúe en nuestras vidas!

 Jesús, sin embargo, no se enfada, ni le riñe, ni se aparta de él. Y lo primero que hace es extender la mano y «tocarle». 

 Acercarse a los que están mal, a los que lo pasan mal, a los que no se valoran a sí mismos, a los que están «corrompidos» por dentro o por fuera, aun a riesgo de que nuestro prestigio, nuestra salud, nuestras ventajas… queden «tocadas» … es tarea de los discípulos de Jesús, de la Iglesia entera. Ir a los que no tienen papeles, a los que están desahuciados, a los parados de larga duración, a los que no tienen preparación para conseguir trabajo, o no tienen salud, o no viven conforme a la moral cristiana, o les faltan los «papeles».

Ha escrito el Papa Francisco: 

El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor… La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. 

Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, «inició y completa nuestra fe» (Hb 12,2). Encíclica “Lumen fidei / La Luz de la fe”, § 56-57.

Este Evangelio es una invitación a mancharnos, a conocer de primera mano el dolor y la frustración de tantos. Quizá muchos ya no se nos acerquen, o quizá sí, pero de una manera o de otra, nos están diciendo: «Si quieres… puedes limpiarme». Tal vez no podamos realmente limpiarle, pero que al menos cuenten con una presencia que acompaña, con una lámpara que les ayude a caminar. Que no se queden.  

  PANAMÁ, acatemos las normas que nuestras autoridades han implementado. Por ti, por los tuyos, por Panamá -Quédate en casa.

 

† JOSÉ DOMINGO ULLOA MENDIETA, O.S.A.

ARZOBISPO METROPOLITANO DE PANAMÁ