Comenzamos la Semana santa o «semana mayor», que es el centro de la espiritualidad cristiana, porque celebra precisamente el misterio pascual de Cristo, su pasión, muerte y resurrección salvadoras. A veces se da más importancia a una fiesta patronal o a la Navidad, pero la cruz es la señal del cristiano, y nuestra fe no tendría sentido, como dice San Pablo, sin la resurrección de Cristo. Vale la pena, entonces, detenernos a analizar cómo es y debe de ser nuestra espiritualidad en estas fechas.
Una espiritualidad litúrgica. La Iglesia, madre y maestra, alimenta nuestro espíritu y guía nuestra fe a través de las celebraciones litúrgicas para hacernos entender y vivir el misterio de Cristo. «Lex orandi, !ex credendi», decían los cristianos de la antigüedad. Se cree lo que se ora y se celebra; la oración y la celebración de la liturgia es la ley de nuestra fe. Ninguna devoción, ninguna práctica religiosa privada, ninguna espiritualidad particular puede ser más importante que la liturgia. Nunca, y menos en las riquísimas celebraciones de Semana santa.
Una espiritualidad bíblica. Nutrida y centrada en la Palabra de Dios, sabia y piadosamente ofrecida al creyente en las lecturas de esta semana. Todos deberíamos hacer sobre ellas cada día una lectura orante de la Biblia: lectura reposada del texto bíblico, meditación para entender lo que me dice, oración para expresar mi respuesta al Señor, contemplación para ver cómo voy a llevar a mi vida el compromiso. Y privilegiar la escucha y reflexión sobre los textos bíblicos más que cualquier otra fuente de espiritualidad, también en la participación y realización del via crucis, siete palabras, procesiones …
Una espiritualidad cristocéntrica. Es decir, centrada en Cristo, su persona, su mensaje, su actitud modélica para el cristiano y capaz de iluminar nuestra vida. La primera lectura del lunes, martes, miércoles y viernes de la semana, tomadas siempre del canto del Siervo de Yahvé del profeta Isaías (ver capítulos 42, 49,50,52), son un tesoro que nos mete de lleno en el corazón de Jesús de Nazaret, su confianza en Dios, su actitud ante el sufrimiento, su amor y entrega por el pueblo, su misión salvadora. Son texto que nos ayudan a entender cómo vivió Jesús «por dentro» los acontecimientos que recordamos «desde fuera».
Una espiritualidad de la alegría. La alegría mesiánica, popular, sencilla y profunda de la entrada en Jerusalén con los discípulos entre las aclamaciones del pueblo (Domingo de ramos). La alegría de la fiesta en Caná. Pero, sobre todo, la alegría definitiva e inenarrable de la victoria sobre la muerte y el encuentro con el Resucitado, que explota en el aleluya de la Vigilia y se prolonga igualmente durante todos los días de la cincuentena del tiempo de Pascua. Pareciera que los cristianos con «cara de funeral», en expresión del Papa Francisco, han olvidado esta dimensión esencial de la vida cristiana, cayendo a veces en la equivocación de quedarse en el viernes de dolores y olvidarse de la resurrección.
Una espiritualidad del amor, el mandamiento nuevo de Jesús, celebrado en cada Eucaristía y traducido en la celebración de la Cena del Señor (Jueves santo) por el lavatorio de los pies. Porque el amor cristiano es humildad, fraternidad, servicio, solidaridad, comunión. «Hagan esto en memoria mía» no significa simplemente hagan una representación de la última cena, repitiendo mis gestos y palabras, sino comprométanse a amar, servir y dar la vida como yo lo hice, como yo lo haría hoy y aquí, en la situación y vocación concreta de cada uno.
Una espiritualidad de la cruz, que veneramos el Viernes santo para descubrir en ella el misterio del amor de Dios revelado Jesucristo y su entrega hasta la muerte, para descubrir el sentido del sufrimiento, para ser capaces de cargar con nuestra cruz y ayudar a los demás a llevar la suya.
Una espiritualidad de la esperanza. Fundamentada en que nuestra vida, como la de Jesús, está en las manos del Padre. Y ni el dolor, ni el mal, ni la muerte tienen la última palabra; una esperanza de la que decía san Agustín que «la vida de esta vida mortal es la esperanza en la vida inmortal». La esperanza que sostuvo a los santos, a los mártires, a los profetas de todos los tiempos.
Una espiritualidad de la fe y de la vida. Porque la fe no se tiene, se vive. Y se vive en Cristo vivo y resucitado, en un encuentro con Él que, desde el bautismo, marca nuestra vida y la transforma. Fe, vida, encuentro, relación personal con el Resucitado: eso es el cristianismo, y no simplemente una serie de doctrinas, normas y ritos.
Es así nuestra espiritualidad? Que la celebración de esta Semana santa nos ayude a renovar el bautismo, a crecer, cambiar y mejorar. Amen