La santidad es reaccionar con humilde mansedumbre

La santidad es reaccionar con humilde mansedumbre

“Felices los mansos y humildes de corazón, porque heredarán la tierra” reza la segunda bienaventuranza que Jesús de Nazaret propone como camino de santidad cristiana.

Una santidad que, seamos de nuevo conscientes de ello, radica en el seguimiento de Jesucristo, en hacer vida el Evangelio, en vivir como el Señor vivió y enseñó. “Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontra- réis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Es lo que él practicaba con sus propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9)”, como recordaremos en el ya próximo Domingo de ramos y recuerda Francisco en su Exhortación sobre el llamado a la santidad en el mundo actual (Gocen y alégrense, GE 71-72).

La experiencia y la psicología, desde lue- go, confirman que la soberbia y la violencia van de ordinario íntimamente unidas. El soberbio y orgulloso es prepotente, no to- lera que nadie le lleve la contraria, considera enemigo a quien se le opone, y reacciona violentamente contra él, no solo de palabra sino frecuentemente de obra. Es la triste historia de los enfrentamientos, peleas, enemistades y divisiones en todos los ám- bitos de las relaciones humanas: entre personas, dentro de la familia, en la política, la economía, el deporte, la religión. Cualquier idea, costumbre, forma de hablar o incluso de vestir basta para crear enemistades y hacer que nazca la violencia.

Todo el mundo se cree con el derecho de alzarse por encima de los demás, de imponerse, de criticar y destruir a quien no actúa bien o, simplemente, piensa o actúa de forma diferente. Así hemos construido un mundo violento, escenario de guerras y problemas. Y nos hemos convertido en personas intransigentes “vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos

cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades»”(GE 72)

Esa es la actitud de mansedumbre, que Pablo menciona “como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.). Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P 3,16), y hasta los adversarios deben ser tra

tados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces nos hemos equivo- cado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina” (GE 73)

Así vivía y actuaba Jesús de Nazaret, y esa es la actitud del cristiano. Una mansedumbre sólo posible por la acción del Espíritu Santo, porque tiene su raíz en la experiencia de fe, porque “es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza solo en Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para referirse a los pobres y a los mansos” (GE 74).

Exige por eso una verdadera conversión, un cambio de criterios y actitudes: de la soberbia y el orgullo a la sencillez y a la humildad, de la prepotencia y la violencia a la mansedumbre y la no violencia. Algo que pudiera parecer equivocado y peligroso: “Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis pala- bras» (Is 66,2)” (GE 74).

Ser manso y humilde no es perder y quedar por debajo, sino “poseer la tierra”, construir un mundo más humano conforme al plan de Dios. Incluso la sabiduría po- pular afirma esta aparente contradicción: “más moscas se cazan con un poco de miel que a bastonazos”, “si la respuesta es sua- ve, se calma la ira grave”. Vale la pena in- tentarlo, es un buen propósito cuaresmal.