La vida siempre nos trae sorpresas

La vida siempre nos trae sorpresas

Mis padres escogieron para mí el Colegio Paulino de San José, que dirigían las monjas franciscanas. A esta edad, me siento agradecido por aquella decisión. Nos enseñaron a amar a Jesús presente en la hostia Santa, el respeto y cariño a los sacerdotes, a vivir la santa misa, y comprender lo importante que es la oración.

Me encantaban aquellas tardes de verano cuando nos sentábamos en silencio para escuchar las historias que nos contaban las hermanas, sobre la vida de los santos. Yo me sentía uno más con ellos y anhelaba ser santo también.

Mi mejor amigo, vivía enfrente de mi casa. Era Jesús. Allí estaba, en el sagrario de un pequeño convento de las Siervas de María. Solía cruzar temprano para estar con Él antes de irme al colegio.

En esos días de Colón, escuchando a las monjitas franciscanas, quise ser santo. Fue un sueño que brotó en mi alma infantil, como una semilla que germina.

La verdad es que dejé de cuidar esa plantita y anduvo medio seca bastante tiempo (algo deteriorada). 

A los años me di cuenta que esa planta era un regalo. Había que cuidarla, abonarla, regarla por las tardes, cuando no pegaba el sol y yo no lo hice.

La santidad es algo por lo que vale la pena preocuparse. Descubrirlo fue todo un acontecimiento que marcó mi vida. Los años transcurrieron y de pronto, un día me encontré atravesando una gran dificultad. 

Cuando las crisis te envuelven es como si se detuviera el tiempo. Parece que te has parado frente a un cruce de caminos y debes elegir qué ruta tomar. La que escojas, cambiará tu vida.

Tenía dos opciones muy claras, confiar en la Providencia, abandonarme en las manos de Dios o desesperarme y llenarme de angustia. Elegí confiar. Después de todo, Jesús nunca me había dado motivos para desconfiar.

Estuve sin trabajo y no sabía qué hacer. Como nadie me contrataba, decidí hacer algo diferente. Una mañana de verano fui a un oratorio cercano a mi casa. Entré a la capilla donde custodian el Sagrario y le dije a Jesús: “Nadie me da trabajo. ¿Me contratarías Tú?”

Ocurrió algo inesperado. Me pareció escuchar una dulce voz interior que al segundo respondía: “Trabajarás para mí”. Me marché muy consolado sin tener idea de lo que haría, pero iba feliz sabiendo que tenía el mejor patrón del mundo, uno que paga mil por uno y no se cansa de dar, amar y perdonar.

A los días asistí al Focolar en Panamá, para ver unos videos de Chiara Lubich, su fundadora. Dijo unas palabras que me marcaron: “Donde quiera que vayan, hablen de Dios, escriban de Dios, no se cansen de hacerlo. Que Dios vuelva a estar de moda”.

Desde ese momento pensé que escribir era el camino. En esos días una voz interior me urgía: “Escribe, Deben saber que los amo”.

Desde entonces no he parado. Llevo más de 60 libros. La mayoría con 20 ediciones continuas. ¿Cómo ha sido esto posible? Tengo una teoría. Creo que Dios a todos da en la medida de nuestra confianza. Si confías mucho, recibes muchos, si confías poco, recibes poco.

A menudo me da por recordar aquella vez que decidí dejar de escribir estas vivencias. Pensé que no valía la pena. ¿Quién le prestaría atención? ¿Para qué perder el tiempo? Una tarde de marzo mi esposa me llamó para que fuera a buscarla. Estaba en el supermercado. Ese día todo cambió.

Le había dicho a Dios: Dame una señal. ¿Quieres que escriba? Cuando estacioné el auto y me bajé, una señora, que salía del supermercado me preguntó: Disculpe, ¿usted es Claudio de Castro? Asentí con la cabeza y añadió: ¿Por qué no está escribiendo? Debe hacerlo.

Sonreí pensando en la bondad de Dios. Entré al supermercado y en uno de los pasillos otra señora me abordó: Perdone, hace rato que no leo algo suyo. ¿Está escribiendo? No deje de hacerlo. Mensaje recibido, respondí sonriendo, sin que ella comprendiera mi respuesta.