MÓNICA, UNA MADRE SANTA

MÓNICA, UNA MADRE SANTA

P. MIGUEL A. KELLER, OSA

El 27 de agosto, víspera de San Agustín, hemos celebrado en la Iglesia católica la fiesta de su santa madre, Mónica. Agustín y Mónica, Mónica y Agustín. Dos personas en las que se cumple el dicho de que “detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer”. De forma cabal y extraordinaria, aunque diferente, porque no se trata en este caso de una pareja o un matrimonio, sino de una madre y un hijo.

Mujer, esposa, madre, creyente y santa. Así la recuerda su hijo Agustín en el libro noveno de las Confesiones, escrito con cariño ya después de la muerte de Mónica.

Mujer que desde niña fue “educada púdica y sobriamente, y sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a ti”. Nacida en un hogar cristiano, Mónica fue educada, más que por su propia madre, por una anciana sirvienta, que ya había sido también niñera de su padre. Ella le inculcó la disciplina, la virtud y el espíritu de sacrificio. La corrigió sus pequeños defectos, crítico su incipiente afición al vino, le inculcó la prudencia y la fe.

Esposa desde muy joven de Patricio, “un hombre sumamente cariñoso, pero también extremadamente colérico”, como le define el mismo Agustín. Le amó, le sirvió, le perdonó sus infidelidades, y se esforzó en ganarle para el Señor. Nacido pagano, Patricio se bautizó antes de morir gracias al testimonio de fe de su esposa. Las amigas de Mónica se admiraban de que Patricio nunca la hubiera pegado, como ocurría con frecuencia entonces en muchas parejas, a pesar de su carácter violento. Ella les explicaba sonriendo que “tenía cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no sólo con los hechos, pero ni aun con la menor palabra; y sólo cuando le veía ya tranquillo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba razón de lo que había hecho, si por casualidad se había enfadado más de lo justo”. Igualmente conseguía calmar cualquier desavenencia entre las personas, evitando propagar chismes y comentarios y ayudando siempre a que se reconciliaran.

Madre, dice también Agustín, no sólo de él y sus dos hermanos, sino también después de los amigos y compañeros que vivían con él después de su bautismo “como si los hubiera parido a todos”. Ella dio a luz a Agustín en la carne y le engendró a la vida eterna en su corazón. Su amor maternal la hizo sufrir con paciencia la época en que su hijo se separó de la Iglesia y la atacó, uniéndose a la secta de los maniqueos, pero al mismo tiempo fue capaz de echarlo de su casa cuando quiso convertirla en un centro anticatólico. Soportó el dolor de ser engañada cuando Agustín se escapó a Italia, diciéndola que iba al puerto solamente a despedir a un compañero. Le siguió hasta Milán orando y llorando incesantemente por él: “no puede perderse un hijo de tantas lágrimas” la consolaba el obispo Ambrosio. Tuvo al fin la dicha de verlo convertido, bautizado y consagrado a Dios, muriendo poco después en el puerto de Ostia Tiberina, antes de regresar a África, Agustín.

Creyente, una verdadera mujer de fe, que ya desde niño alimentó a Agustín con la leche materna y con el nombre de Cristo. Poco antes de morir, en la famosa escena del llamado “éxtasis de Ostia”, compartió con su hijo la presencia de Dios y el gozo de la fe, como  asomándose ya a la vida eterna. El libro de las Confesiones relata cómo esta gran creyente se despidió de sus hijos: “«Enterrad aquí a vuestra madre». Yo callaba y frenaba el llanto, pero mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, le reprendió con la mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo: «Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os hallareis»”

Santa, que encarnó la imagen de la santidad que su hijo Agustín quería para sus comunidades: “ser cristianos perfectos en la Iglesia”. Siempre fiel a Dios, siempre fiel a la Iglesia. Desde la fe y la oración, pero en la familia y en el mundo, con dificultades y sufrimientos que nunca destruyeron su esperanza y su confianza en Dios. Una santidad real, laical, actual. Así la recuerda su hijo, también santo y pecador, que no duda por eso en invocar  para ella la misericordia de Dios: “ Porque, aun cuando mi madre, vivificada en Cristo,  vivió de tal modo que tu nombre es alabado en su fe y en sus costumbres, no me atrevo, sin embargo, a decir que, desde que fue regenerada por ti en el bautismo, no saliese de su boca palabra alguna contra tu precepto”.