Esta parte intermedia de la octava navideña nos invita a una acción de salida, de apertura, de compromiso generoso para que los demás también se encuentren con el Dios misericordioso que enriquece nuestra vida.
Por decirlo de alguna forma, la Palabra nos está pidiendo “exportar” la experiencia de Dios, sacarla de nosotros para iluminar a otros.
Algunas corrientes de nuestro tiempo nos dicen que no, que la fe es un asunto privado, que debemos mantener en las cuatro paredes de nuestros templos, en la exclusividad de nuestros hogares, sin llevarla a las oficinas donde trabajamos, menos a la escuela, ni a las plazas o medios de comunicación y, ¡vade retro!, a la política.
Nos corresponde llevar a la vida la Palabra de Dios, experimentarla, y de esa forma el Señor será conocido por otros y los llenará de Luz.
El Señor nos está diciendo todo lo contrario. Que la Misericordia y la Buena Nueva del Reino no son bienes para unos pocos, que se esconde debajo de la cama o de la mesa, que hay que darlo a conocer a cuantos podamos; que es un tesoro que no puede estar escondido y que debemos proclamarlo a los cuatro vientos.
Nos toca, pues, abrir las puertas de la vida y sacar a Dios del baúl donde lo hemos metido, y del cual lo sacamos solo los domingos de misa, o muy de vez en cuando para los bautizos o las bodas, o en tiempos fuertes como Navidad o Semana Santa.
Es decir, toca evangelizar, y evangelizar a todos y cada uno de los que están en nuestros ambientes.
Solo hay una forma adecuada de emprender esa misión: con la amistad; una sincera, generosa y abierta amistad.
La amistad no se puede fingir, ni se improvisa. Es un valor de la vida. Solo viviendo el amor, podemos transparentar a Dios.
¡Ánimo!