Otro enemigo de la santidad

Otro enemigo de la  santidad

El pasado domingo leíamos en la liturgia de la Palabra el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto. Y reflexionábamos en este mismo espacio sobre uno de los enemigos de la santidad que Francisco señala en su Exhortación Apostólica Gaudete et exultate (GE): el enemigo que corresponde a la antigua herejía de los gnósticos y que implica –en palabras del mismo Papa- la tentación de ignorar los límites de la razón, vivir una doctrina sin misterio, centrarnos en una mente sin Dios y sin carne. O en otras palabras, entender la santidad con mucha teoría pero ninguna práctica, mucha cabeza pero poco corazón. 

Hoy reflexionamos sobre otro enemigo de la santidad, otra tentación contraria a la verdadera vivencia de la fe cristiana. Corresponde a otra antigua herejía, contra la que por cierto se enfrentó san Agustín: el pelagianismo. En pocas palabras, es la enseñanza del monje Pelagio, que defendía la voluntad humana como fuente y causa de la santidad. Una voluntad sin humildad, pues podemos ser santos por nuestras propias fuerzas, prácticamente sin ayuda de la gracia de Dios. Soy yo, con mi esfuerzo y mis buenas obras, quien me hago san- to. Yo me salvo porque soy bueno, no por la misericordia de Dios, que es el autor de toda santidad, que nos llama a la santidad y nos fortalece en el diario esfuerzo de la conversión. 

Así lo explica Francisco textualmente. “Cuando Dios se dirige a Abraham le dice: « Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto » ( Gn 17,1). Para poder ser perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente en su presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él reconociendo su amor constante en nuestras vidas. Hay que perderle el miedo a esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que nos dio la vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra existencia sin él, desaparece la angustia de la soledad (cf. Sal 139,7). Y si ya no ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos permitirle que examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto (cf. Sal 139,23-24). Así conoceremos la voluntad agradable y perfecta del Señor (cf. Rm 12,1-2) y dejaremos que él nos moldee como un alfarero (cf. Is 29,16). Hemos dicho tantas veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos en él, que él nos permite vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo: lo que busco es habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida (cf. Sal 27,4). «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa » ( Sal 84,11). En él somos santificados” (GE 51). 

Y así lo ha entendido y enseñado siempre la Iglesia: “no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa”; «Se dice que somos justificados gratuitamente, porque nada de lo que precede a la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia misma de la justificación; “porque si es gracia, ya no es por las obras; de otro modo la gracia ya no sería gracia” ( Rm 11,6)» (Concilio de Trento); “el don de la gracia «sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana»[57], y que «frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito alguno de parte del hombre. Entre él y nosotros la desigualdad no tiene medida» (Catecismo de la Iglesia Católica)” (GE 52-54). 

Jesús recriminó continuamente a los fariseos su soberbia, su insistencia en las obras de la ley como fuente de salvación. Pero por desgracia, hoy también hay fariseos y pelagianos, advierte Francisco: 

“Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación por las propias fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor. Se manifiesta en mu- chas actitudes aparentemente distintas: la obsesión por la ley, la fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, la ostentación en el cuidado de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, la vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, el embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. En esto algunos cristianos gastan sus energías y su tiempo, en lugar de dejarse llevar por el Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por comunicar la hermosura y la alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas inmensas multitudes sedientas de Cristo (EG 57). 

¡Que el Señor nos libere de estas tentaciones, que nos detienen en el camino hacia la santidad!